Perspectiva del Puente de Hierro desde el lodazal de la orilla izquierda. 1909. Fondos del SIPA/Rafael Margalé
La captura fotográfica muestra en toda su majestad el puente de Nuestra Señora del Pilar, el de Hierro, hacia 1909. Fue construido en las dos últimas décadas del siglo XIX por la Maquinista Terrestre y Marítima siguiendo el proyecto final, de tipología “Bow-string”, redactado por el ingeniero D. Antonio Fernández de Navarrete.
Hasta el momento de su inauguración tan solo existía el Puente de Piedra como único cruce estable en todo el valle medio del Ebro dado que, en la primavera de 1801, el de Tablas había sido arrastrado por una terrible crecida. El tiempo, para el viejo puente medieval, había transcurrido en constantes reparaciones forzadas por su continua decrepitud. No eran ya los siglos de callado servicio a la ciudad, sino el uso, y abuso, que de sus viejas estructuras de piedra caracoleña se hacía. Lugar de paso obligado de mercancías, ciudadanos y viajantes, de tranvías tirados por mulas y de omnibuses que acercaban a los viajeros a la flamante estación del Norte donde tomaban el modernísimo ferrocarril. Y esto por no hablar de las carreteras. La provincial de Huesca y Panticosa y, sobre todo, la de Primer Orden (actual Carretera Nacional) de Madrid a Francia, que discurría por el mismo centro de la ciudad serpenteando, antes de cruzar el puente, por el último tramo de la calle de Don Jaime I.
Antes de que el siglo XIX alcanzara su ecuador ya se hablaba de la perentoria necesidad de un segundo puente sobre el Ebro. Unas veces se apostaba por que debiera sustituir al de Piedra, que dejaría de arreglarse condenándosele a la ruina; otras veces como complemento a este, que seguiría en uso no sin antes proceder a sus reparaciones definitivas. No se concretaba el tipo, si pudiera ser colgante, de una viga o articulado, de dos o varios vanos… Ni siquiera su situación pues, aunque inicialmente se pensó en la zona de las Tenerías, no faltaron voces que clamaban por levantarlo junto al viejo de piedra, en la proyectada prolongación de la calle de la Independencia, que desembocaría al río, en las cercanías del templo del Pilar concretándose, de esta forma, una salida recta de la Carretera “de Cataluña”.
Últimos momentos de la construcción del puente, con la retirada de los puntales que aseguraban el tablero. 1895. Silvestre Hernández. Archivo Hernández-Aznar
Afortunadamente fue la necesidad de evitar este trazado tan céntrico, y la oportunidad de ejecutar una circunvalación por las rondas (desde el paseo de María Agustín hasta Alonso V y paseo del Ebro) que uniera las salidas hacia Madrid, el Bajo Aragón y Cataluña, las que volvieron a decantar tanto a las administraciones como a la opinión pública por situar el paso en Tenerías, “donde la antigua Puerta del Sol”. Con tal decisión se encargaron proyectos y se adjudicó la obra, colocándose la primera piedra de la obra en el mes de mayo de 1887.
Pese a que todo parecía ya dispuesto para una rápida ejecución, los trabajos se suspendieron en varias ocasiones como consecuencia de la disparidad de criterios técnicos y económicos entre la constructora y el Ministerio de Fomento. Hubieron de transcurrir ocho largos años hasta su total terminación.
Por fin, una calurosa mañana de otoño de 1895, en plenas fiestas del Pilar, pudo procederse a la inauguración de tan magna obra. Aquel inhabitualmente caluroso 18 de octubre, a las 10:00 h un gran público se concentró alrededor del terreno de acceso al puente y en la zona que llamaban “de los maderos de la ribera”, lugar este habitual de batallas campales entre los arrapiezos de la parroquia del Gancho y de la del Gallo. En lugar de tan bélicas y pueriles contiendas, la ocasión propició que zaragozanos y foráneos obsequiaran con un baño de masas a los dos miembros del gobierno de Cánovas protagonistas del acto: D. Tomás Castellano Villarroya, entonces ministro de Ultramar, diputado electo por la provincia de Zaragoza, y D. Alberto Bosch Fustegueras, ministro de Fomento. Ambos se hospedaban en el palacio del marqués de Ayerbe. Con ellos asistieron el alcalde Sr. Castillón y su corporación en pleno, alguaciles y maceros incluidos, el obispo de Huesca D. Mariano Supervía (con motivo de la sede vacante del arzobispado zaragozano) e innumerables miembros de la alta sociedad zaragozana. En un pequeño altar, rodeado de los clásicos postes ornamentados y filigranas que para estas ocasiones se disponían, se procedió rápidamente a la firma del acta de recepción con la obligada bendición del puente, que llevaría el nombre de “Nuestra Señora del Pilar”, y los discursos pertinentes.
Acto seguido se formó una comitiva que desfiló a lo largo del puente hasta su estribo norte y que, admirados por la impresionante obra, no ahorraron en dispensar grandes felicitaciones al ingeniero director del mismo, señor Cornet y Mas. Fueron también reconocidos sus ayudantes de “La Maquinista”, empresa señera de la Barceloneta, que tal belleza de estructura habían creado con esas 1.000 toneladas de acero. Una vez cruzado el río, el señor Bosch procedió a su apertura con la debida fórmula: “Queda abierto al tránsito público, en nombre de Su Majestad el Rey”. Seguidamente el alcalde dio vivas a SS. MM. El Rey y la Reina regente, seguido de un “¡Viva Zaragoza!” proclamado por el ministro de Fomento, sentido y contestado por todos y, en especial, por un emocionado Sr. Castellano, hijo predilecto de la ciudad y personalidad de inmensa influencia, que tanto había hecho por la consecución del proyecto.
Durante tan agradable paseo cruzando el mínimo caudal que llevaba el río, pudieron contemplar una imagen del arrabal oriental. La zona se encontraba poco urbanizada en la época, un lavadero y apenas cuatro torres agrícolas, entre las que destacaba la iglesia y dependencias del desamortizado convento de Nuestra Señora de Jesús, empleadas como establos para vacas y almacén de forraje. A la vuelta se ofrecía la vista de la Zaragoza más consolidada destacando dos torres al sur del popular barrio del Boterón. Parecían mellizas, cada una en su estilo, pero no lo eran. La más cercana, de San Nicolás de Bari, era pequeña, austera hasta más no poder, asomada tras los graneros de las Madres Comendadoras del Santo Sepulcro. La torre de al lado, en realidad sensiblemente más alejada, correspondía a la de La Magdalena, más alta de lo que podemos verla en la actualidad por mor del último cuerpo añadido en época barroca. Con la restauración llevada a cabo en los sesenta por Francisco Iñiguez se retiró, perdiendo altura mas ganando autenticidad. Hacia el sureste, tras el arbolado paseo de la Ribera, el Palacio de Ezmir, el Palacio Arzobispal, La Seo con su prominente cimborrio y el Pilar con su única torre construida, la de Santiago, constituían la archiconocida “Fachada Fluvial” de la ciudad.
No solo asistieron zaragozanos al evento, también hubo habitantes de municipios cercanos de la provincia. Electores rurales más simpatizantes que los urbanos con el partido Conservador que gobernaba la nación. Algunos de ellos, comisionados, no quisieron perderse la oportunidad de acercarse a sus electos para mostrarles reconocimiento y apoyo. Y también, como hicieron los representantes de las Cinco Villas y de la población de Gallur, plantearles sus reivindicaciones. En este caso una solución definitiva para el cruce del río en ésta última localidad. Buen rédito sacaron del encuentro cincovilleses y galluranos, pues en siete años tuvieron su puente, hermano menor en cuanto a su estilo, de este de Zaragoza.
Quisieron los ministros, antes de su regreso a la Corte, aprovechar al máximo su estancia en Zaragoza, ¡y vaya que lo hicieron! Ya la noche del mismo día 18 fueron obsequiados con un espléndido banquete en el salón encarnado de las Casas Consistoriales preparado por el Sr. Zopetti, propietario del Hotel Europa y cocinero de mayor prestigio de la ciudad. Los siguientes días transcurrieron en una vorágine de recepciones, nombramientos y actos diversos, entre los cuales encontraron momentos para disfrutar de la fiesta, incluida una comida campestre en la finca de la familia Castellano-Villarroya.
D. Tomás Castellano Villarroya, ministro de Ultramar y Hacienda. Oleo de José Gonzálvez Martínez. 1896. Museo del Prado
Amplia perspectiva del Arrabal, entre la iglesia de Altabás y el ex-convento de Jesús. Ca. 1898. Archivo Mollat-Moya
Desde el propio puente, fotografía de la “fachada fluvial” del casco histórico. En primer plano, el arranque de uno de los arcos de la estructura “Bow-string”. Ca 1905. Archivo María Pilar Bernad Arilla
El día 20, habiendo respondido afirmativamente a la invitación recibida de su junta parroquial, fueron padrinos de honor en la inauguración del nuevo templo de Altabás, por fin acabado. Admirado de la nueva fábrica, Bosch se ofreció a sufragar la construcción de la capilla del lado de la epístola. No así su compañero de gabinete Castellano que, presumiblemente, bastante había tenido ya con la concesión y obras de la cripta familiar en Santa Engracia.
La construcción del puente ocupó muchos roblones. No confundir con doblones, que también (se estima en 1.500.000 de las “antiguas pesetas” el coste final). Aquellos unían sólidamente las grandes piezas horadando el hierro. Las grandes vigas que conforman sus arcos desde entonces constituyeron, y siguen haciéndolo, no pocos motivos fotográficos, además de haber sido causa de algún que otro traslado a la cercana Casa de Socorro de la Magdalena. Era tal la manía de la chavalería en escalarlas, buscando así el más difícil todavía.
Transcurridos más de 125 años de su construcción podemos decir que ha cumplido bien su cometido. La sabía decisión del consistorio republicano, en 1932, de repartir el tráfico entre ambos puentes, quedando el de Piedra para las entradas al centro urbano y el de Hierro para las salidas, posibilitó un mejor mantenimiento de los mismos. Hace dos décadas, al Puente de Hierro se le añadieron dos tableros laterales que, si bien hacen una composición de dudoso gusto para algunos, también garantizan su supervivencia en las condiciones de tráfico actuales. Esto unido a la aparición de nuevas entradas/salidas de la ciudad, y sus correspondientes pasos sobre el río, han permitido que los viejos puentes disfruten por fin de una jubilación más que merecida.
Vendedor ambulante en el estribo norte del puente. Tras la rampa que desde el Camino del Vado accede a este, el barrio de Jesús con la torre del ex convento. Ca. 1900. Colección Moncho García