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Zaragoza. Panorámica de un cambio de siglo

Canal Imperial de Aragón a su paso por el Cabezo Cortado. 1900

Ph. Paul Michels © M. Grandjean-Image’Est para Anteayer Fotográfico Zaragozano

Monsieur Michels ha elegido el lugar perfecto para disparar su cámara. Las aguas del Canal Imperial corren mansas invitando a atravesarlo con la mirada, dejando perder ésta en la inmensidad del campo. Los jóvenes árboles de la otra orilla, que ya van echando sus brotes, marcan el camino de sirga por donde se remolcan las barcas que llevan pasajeros ociosos a la Quinta Julieta. La vista es espectacular, no solo nos recrea su austera belleza sino que es todo un relato histórico del desarrollo de una ciudad que acaba de llegar a las 100.000 almas. 

Es de justicia darle protagonismo a este cauce artificial que el empeño del canónigo Pignatelli llevó a buen término. Ver cómo discurre entre los montes de Torrero adecuándose a su inapreciable pendiente, perezoso a abandonar cualquier línea de nivel, y a unos pocos centenares de metros del Cabezo Cortado, el “Tibidabo zaragozano”, que llamaría el ilustre Baselga.

Monarcas de España, cónsules e insignes visitantes lo habían surcado en lentas singladuras, alternando con el pueblo llano siempre tan aficionado a salir de sus casas si el tiempo acompaña. Quienes allí se acercan lo hacen en coches de punto o carruajes propios. También en tranvía hasta la Playa de Torrero, adonde llegan exhaustas las mulas que suben la cuesta de Cuéllar. Por poco tiempo, dicen, pues ya pronto van a ser sustituidas en su faena por el nuevo “fluido” eléctrico.

Zaragoza se gusta en ser contemplada desde esas alturas, que no son tales realmente sino una falsa sensación dada la sucesión de campos descendiendo por Miraflores hacia “la Huerva” primero y al Ebro finalmente.

Cien torres vigilan el caserío y la huerta

¿Cómo no admirar, desde estos alejados parajes, una ciudad recortada por sus torres, sus eternas vigías? Desde la mole de San Ildefonso al oeste a la doncella mudéjar de la Magdalena al este, mancillada con el tocado barroco. Entre ambas, la magnífica de San Pablo y la única del Pilar (titulada de Santiago) que clama por sus tres hermanas. Buscamos la Torre Nueva, pero es vano el intento, no hace ni dos lustros que se produjo el impopular “turricidio”. Si, en cambio, encontramos la potente presencia de la Seo de San Salvador, perfectamente identificada con su chapitel bulboso y su cimborrio… estas son las gigantes, más modestas quedan otras que apenas se distinguen (de Santa Isabel, de San Gil, de San Juan, de San Miguel…) todas justifican el título de “Zaragoza, la ciudad de las cien torres”.

Bajo estas, llama la atención el modesto caserío de edificaciones apoyadas unas sobre las otras, fortaleciendo así sus artríticas estructuras de ladrillo. Casas que raramente superaban los cuatro pisos aunque, como excepción, alcanzamos a vislumbrar a lo lejos el gran edificio del nº 32 del paseo de la Independencia en cuyos bajos se encuentra el Café Ambos Mundos.

Detalle de la fotografía principal.1900 Ph.

Paul Michels © M. Grandjean-Image’Est para Anteayer Fotográfico Zaragozano

El rio Huerva marca el límite entre lo urbano y lo rural. Surgen feraces campos de labor en los términos de Montemolín, El Rabalete y Miraflores, terrenos accesibles por los caminos de Las Torres, de San José y del Puente Virrey, orlados de árboles y regados por acequias centenarias. Estos riegos, antaño deudores del Huerva, ahora lo son del canal. Es el caso de la acequia del Presidio (o de San José), y la del Plano que regaba las viñas del Bajo Aragón. Más joven es, la de Ontanar, ya nacida del canal, en la playa de Torrero.

La vasta huerta se salpica de torres agrícolas, enraizadas a la tierra y al esfuerzo de sacar de esta sus frutos. Las más antiguas son de adobe y tapial, las últimas de ladrillo. De una o dos plantas, con corral “cerrado” o sin él. Tanto sirven de morada como de almacén para los aperos de labranza. Y bajo las tejas morunas, la falsa donde se “jorean” y conservan los productos de la matanza y otros alimentos que la familia consume.

Admirado quizá el fotógrafo, deja por último constancia del cambio en el paisaje que se va imponiendo a esta nuestra anciana ciudad. Las chimeneas se elevan esbeltas entre la multitud de construcciones fabriles. Talleres de hilado, yeserías, serrerías y hasta una fábrica de cerveza. El humo es acodado por el cierzo hacia el oriente mas, cuando este no sopla, toma la forma de gráciles bailarinas que suben desfigurándose hacia el cielo. Son los símbolos de la modernidad, signos que profetizan el futuro de esta Zaragoza de 1900.

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